Todos los fines de semana, muy cerca de nuestros hogares, se organizan peleas de perros. Muy cerca de los hogares donde nuestras mascotas retozan felices junto a la estufa, reciben una caricia de su dueño o se deleitan con una golosina, sabedores del lugar privilegiado en que les a tocado vivir, seguros en su bienestar al calor de aquellos que les protegen, muy cerca existe un submundo de horror y muerte para muchos perros cuyo único delito ha sido nacer con unas características genéticas que, hace muchas generaciones alguien consideró propicias para la lucha.
Nunca he presenciado una de estas peleas, pero por desgracia, en el ejercicio de mi profesión he tenido que atender a algunas víctimas inocentes de este despiadado negocio. Perros despedazados a dentelladas, con la piel hecha jirones, huesos fracturados, cuerpos ensangrentados; supuestamente afortunados por haber salido vencedores en el enfrentamiento, ya que su contrincante estará muerto. Me he visto obligada a curar sus heridas, suturar sus desgarros e intentar recomponer su cuerpo maltrecho, soportando la gélida mirada de sus dueños que en muchos casos no intentan disimular el origen de las heridas. Se sienten seguros, a salvo de la ley que, hoy por hoy, poco puede hacer contra ellos.
Constituyen grupos perfectamente organizados, mueven grandes cantidades de dinero en apuestas millonarias, erigiéndose en dueños absolutos de la vida y la muerte; convocan sus actos diabólicos en el mayor de los secretos y así, día a día tejen una red cada vez más amplia, cada vez más indestructible, salpicando de vergüenza y subdesarrollo a nuestra sociedad.
Estamos en el siglo XXI, formamos parte de una Europa civilizada, pero estos individuos nos hacen retroceder a la barbarie cada vez que sacan sus perros al ring.
No nos equivoquemos, no existen “perros de pelea”, no existen “perros asesinos”, existen perros a los que han obligado generación tras generación y a base de malos tratos, a perder el instinto de la nobleza, ese freno natural que impide a los animales matar a sus semejantes, y que el ser humano perdió hace miles de años.
No me dedico a la política, no pertenezco a la administración de justicia ni a las fuerzas de seguridad, por tanto, dejo en sus manos la obligación de erradicar estas prácticas sangrientas y denigrantes, pero en el ámbito de mi trabajo, que es la Medicina Veterinaria, me niego a convertirme en un eslabón más de su cadena, no constituiré su “taller de reparaciones” para que estos animales vuelvan a pelear lo antes posible. Me avergüenza y entristece que algunos compañeros de profesión rindan pleitesía a estos delincuentes y admitan a los mafiosos como habitual fuente de ingresos, porque se están convirtiendo en cómplices de sus matanzas.
Desearía que muy pronto este artículo quedara obsoleto porque hubieran desaparecido las peleas de perros, que sólo fueran un oscuro recuerdo, un regusto amargo como el que dejan las pesadillas al despertar, y que las futuras generaciones de los mal llamados perros de pelea puedan jugar en los parques, felices y despreocupados, ajenos al horror de los que les precedieron.
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